Juan María Alponte
Para mis alumnos de la Universidad donde esta semana terminaremos el semestre.
Desde 1994 hasta el final del año 2011, Silvio Berlusconi –9,000 millones de dólares de fortuna según Forbes- ha utilizado el poder para blindar, sobremanera, sus numerosas trasgresiones a las leyes. Superó las orgias en el cuadro de un psicodrama, perfectamente dosificado, que le proyectaba en el mirador del “macho latino” por encima de la ley. Esa parte pueril del Homo demens puede eludirse, al margen de sus efectos sociales y culturales, para evitar un análisis súper-moralizador –igualmente repugnante- que pierde, en su construcción, una verdadera y auténtica crítica ética.
En efecto, Berlusconi utilizó el poder, el kratós, contra el demos, contra el pueblo y, sin embargo, su efecto de sugestión, el estar por encima de la ley incrementando su fortuna y centrándola en el control de medios electrónicos y tipográficos enormes, revela, como en el caso de Murdoch, que los medios, sin una formulación ética, pueden subvertir todos los valores. Un rostro en la televisión es un poder; su control puede generar, a la larga, una especie de identificación –subyacente- con el éxito. Berlusconi, como Murdoch, hizo de los medios un sistema de mensajes que, en última instancia, vaciados de contenido ético, generaban una adhesión primaria o si mejor se quiere un masoquismo primario.
Berlusconi vinculó los medios a su travesía política desde 1994 y los hizo a su imagen: reduciendo los correlatos políticos y culturales a su persona, es decir, a su personaje. La pequeña pantalla proyectaba sus viajes en yate a lo largo de las costas peninsulares –así hizo en su primera etapa electoral- como un viaje colectivo exitoso que traspasaba a las clases medias –electores decisivos- la idea de que la política era la vía de un ascenso, no de un compromiso. Si a ello se añadía, en la persona, el estímulo sexual, el discurso había ganado la partida a la palabra, es decir, al logos organizado como racionalidad.
La revolución, toda revolución verdadera, entraña una revolución sexual. La de Lutero se expresó, antes de abandonar el celibato y casarse, en la ruptura con Roma, es decir, con el pensamiento único, con la dictadura única. No hay que olvidar que la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano (26 de agosto de 1789) fue condenada por el Papa Pío VI, el 29 de marzo de 1790 ante el Consistorio de los Cardenales, como contraria a la Iglesia y la Sociedad.
La revolución sexual derivada de una revolución como la luterana y las que le han sucedido no es, no son, una incitación al libertinaje, sino una afirmación de libertad de elección y de respeto a la otra parte: a la persona con mayúscula, al Antropos.
Berlusconi, como muchos magnates del universo de Wall Street –irresponsables especuladores de productos tóxicos- no afirmaba una revolución sexual, sino la prueba de que el poder podía comprar el sexo (inclusive el de menores) y salir impávido y libre de responsabilidades como una prueba del éxito.
Ese esquema es el del pavor, no el de la libertad que exige y postula, por otra parte, la plena responsabilidad del acto sexual. Por ello, sin más, el libertinaje no tiene nada que ver con la libertad y, de la misma forma, el potentado llamado Berlusconi que prometía “todos seremos ricos” ha terminado en Italia ante el desastre económico de Italia y el dilema de que todos pueden ser pobres o desempleados que es la tragedia de una sociedad contemporánea.
Liberar a Italia de Berlusconi será tan difícil y tan necesario en el fondo, como liberar al mundo del proyecto de Murdoch de construir –destruir- la prensa y los medios electrónicos con los escuchas de alcoba y los secretos sexuales fuera de la alcoba sacralizada.
Esos métodos nos devuelven a la necesidad imperiosa de exigir, a los medios, la inteligencia crítica y no la versión del lodo. Montesquieu definió –por ello es uno de los creadores fundamentales de la Ciencia Política- muy bien lo que nunca podrán asumir ni establecer los Berlusconi –que los hay a escala, con menos éxito pero con la misma fritanga- porque Montesquieu nos dejó estas dos parábolas para el análisis: “Una nación libre puede tener un liberador; pero una nación subyugada no puede tener nada más que otro opresor”.
Montesquieu, poco leído salvo en la idea de los tres poderes, el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, añadía algo muy revelador: que un solo hombre con la fuerza suficiente para derrotar a un monarca absoluto puede usar esa misma fuerza para convertirse, él mismo, en un déspota. Lectura de una importancia capital.
En efecto, Berlusconi, suplantó los viejos poderes con un inmenso arcaísmo psicológico y sociológico: “Yo soy el éxito y ustedes puedes tener lo mismo”. No era una proposición de desarrollo de la sociedad, sino una apelación a un modelo, patriarcal-autoritario, que elude la ley. El desarrollo no es como lo indicaba, Berlusconi y otros más, con el yate. El desarrollo es el tránsito de un pueblo de un nivel a otro más alto de su acción histórica.
Lo que nos deja Berlusconi –los Berlusconi infantiles del Casino Royal o los campamentos de los pisos de Cancún- es una peste emocional terrible: que lo que hay que hacer es estar por encima de la ley. Nunca aprendieron, los Berlusconi –existen, como deseo, montones en la clase política- que en la Carta Magna de 1215 el Parlamento inglés impuso la Ley por encima del Rey.
Ahora, sin el sillón de Primer Ministro, el blindaje contra las leyes que le cercan, convertirán a Berlusconi en un tránsfuga. Servirá, posiblemente, para que los psiquiatras profundicen los secretos de la neurosis del poder, pero, para los pueblos –Italia en este caso- es un país en ruina económica con uno de los hombres más ricos de Europa. Lección magistral de la que cabe aprender.
No hay comentarios:
Publicar un comentario