.'.ALTO A LOS JUECES MEXICANOS QUE PERMITEN LA VIOLENCIA VS LAS MUJERES.'.
Retomando un artículo de Denise Dresser en el periódico Reforma: "País sentado en la banca. En las gradas. Contemplando lo que le sucede a sus mujeres, día tras día, año tras año, década tras década. En las casas y en las calles. En las oficinas y en las fábricas. En Ciudad Juárez y en el estado de México. En la mirada lasciva que el senador Manuel Bartlett posa sobre la parte posterior de una edecán. En las decisiones increíbles de la Suprema Corte que lo avalan. Mujeres subestimadas, acosadas, hostigadas, golpeadas, violadas, asesinadas. Decenas de depredadores y decenas de ciudadanas que los padecen. Mientras México mira. Mientras los ministros Aguirre Anguiano, Luna Ramos, Ortiz Mayagoitia, Sánchez Cordero y Díaz Romero contemplan. Mientras el país entero come cacahuates y trata a sus mujeres como tales.
Porque es tan común. Porque es tan normal. Porque es tan "poco grave". Pensar que las mujeres son algo -no alguien- que puede ser usado y humillado. Algo que puede ser acariciado a tientas en el Metro y golpeado en la casa. Algo que puede ser acosado en las oficinas de un magistrado y no recibir sanción por ello. Algo que se lo buscó por usar la falda tan arriba y el escote tan abajo. Algo que disfruta -aunque lo niegue- cuando su jefe le pregunta "de qué lado de la cama le gusta acostarse". Un objeto sin derechos esenciales que la ley no necesita proteger. Como en tiempos cavernícolas y tiempos prehispánicos y tiempos autoritarios y tiempos democráticos. Todos los tiempos son buenos para maltratar a una mujer en México. Todos los tiempos son buenos para evadir un castigo por hacerlo.
Eso dice la mayoría de la Suprema Corte cuando exonera -hace unos días- al magistrado Héctor Gálvez Tánchez, acusado de hostigamiento sexual. Acusado por preguntarle a su personal femenino "qué parte del hombre le gustaba"; por decirle que tenía "un tic como si aventara un beso"; por pedirle que usara minifaldas "porque así le gustaba verla"; por exigirle que lo saludara de beso porque, de lo contrario, "era muy vengativo y no sabía de lo que era capaz"; por invitar a sus empleadas a cenar y amenazarlas con el despido si se rehusaban. Una y otra vez. En un puesto tras otro. En una oficina privada tras otra. De un juzgado a otro. Hasta ser cesado por el Consejo de la Judicatura Federal y exonerado recientemente por la Suprema Corte. Porque su conducta no le pareció "grave". Porque se merecía una sanción más leve. Porque en México -sugieren los ministros- el acoso sexual no es un crimen. No es un delito. No es una preocupación siquiera.
Tan es así, que para la mayoría de los ministros de la Suprema Corte, el magistrado acusado es tan sólo un hombre bromista y besucón. Tan es así que la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación no contempla el acoso sexual como una conducta condenable. Para el gobierno mexicano, no es "grave" que un servidor público asedie física o verbalmente -con fines sexuales- a un empleado. No es "grave" que se valga de su puesto para hacerlo. No es "grave" que abuse de su poder para conseguirlo. No es "grave" que se valga de su posición jerárquica para ocultarlo. Y por ello, al abuso existe. En la burocracia y en los juzgados y en las escuelas y en las calles y en el Congreso. En la fotografía que capta a Manuel Bartlett comportándose como tantos hombres mexicanos lo hacen. Como si la mujer parada frente a él fuera su propiedad.
Y por ello persisten las cifras que conmueven. Los datos que desesperan. El perfil de un país que exalta a las mujeres en el discurso, pero las minimiza en la realidad. La actitud de una nación que no protege como debiera a la mitad de su población. El lugar donde 95 por ciento de las trabajadoras reportan haber sido víctimas de acoso sexual. Donde durante 2004, 106 mujeres fueron asesinadas en el Distrito Federal y en 32 por ciento de los casos, el responsable fue su propia pareja. Donde 1 de cada 3 mujeres vive violencia doméstica. Donde cada 9 minutos una mujer es víctima de violencia sexual. Donde ocurren 5 violaciones por minuto. Donde los ojos amoratados y los labios partidos y los huesos rotos son parte de la vida cotidiana. La rutina conocida. La realidad tolerada.
Esa realidad propiciada por personas -como los cinco ministros de la Suprema Corte- que deberían pensar diferente pero no quieren o no pueden. Apoyar a las mujeres. Respetarlas. Educarlas. Tomar decisiones que las beneficien. Asumir responsabilidades no sólo de género sino de condición humana. ¿Por qué para la Suprema Corte es tan fácil desechar las candidaturas independientes y tan difícil entender que a las mujeres no les gusta ser acariciadas sin su consentimiento? ¿Por qué condena a poetas pero no a acosadores sexuales? ¿Por qué es tan complejo para los ministros comprender que a las mujeres no les gusta que su jefe use la cama para condicionar el empleo? ¿Por qué Olga Sánchez Cordero dice "queremos el poder" en la conmemoración del sufragio femenino, y luego no usa el que tiene para ayudar a las mujeres de México? Lo único que se oye fuerte y se escucha lejos de su participación aquel día es el silencio. El pesado silencio de quien posee la capacidad para hablar en nombre de las mujeres, pero prefiere no hacerlo.
Todos los días en México alguien acosa sexualmente a una mujer. Alguien golpea a una mujer. Alguien viola a una mujer. Alguien deja de educar a una mujer. Y todos los días, millones de mexicanos permiten que eso ocurra. Permanecen sentados, presenciando a los políticos y sus evasiones, a los jueces y sus justificaciones, a la Suprema Corte y sus claudicaciones. Contemplando a los hombres que tratan a las mujeres como el número dos de la raza humana. Mirando a través de sus lentes oscuros como si sólo fueran espectadores de algún tipo de deporte nacional. Desviando la vista de acosadores como el magistrado Gálvez Tánchez. Cuidando su propia vida sin querer involucrarse. Sin participar. Sin exigir. Cómplices voluntarios.
Hoy la mira del país está puesta en los políticos. En los partidos. En los abusos que ambos cometen. En la baja calidad de la democracia mexicana y cómo mejorarla. Pero esa agenda pendiente trasciende a los hombres y a sus pequeños pleitos. Abarca más que las reglas del juego electoral y su transformación. Incluye más que las reglas del financiamiento público y su reconsideración. Va más allá de las marrullerías de Arturo Montiel y las mentiras de Roberto Madrazo. La profundización de la democracia mexicana también pasa por la reconfiguración del mapa mental de su población. Ese mapa mental que le asigna a las mujeres de México un lugar inferior. Una nota de pie de página. Un apéndice.
La evolución de la democracia mexicana tiene que ver con las expectativas que los padres mexicanos tienen de sus hijas. Tiene que ver con la manera en la cual los ciudadanos del país se tratan unos a otros, independientemente de su género. Tiene que ver con una forma de pensar. Con una forma de participar, de bajar de las gradas y ayudar. De denunciar el acoso sexual y exigir su penalización. De fustigar la violencia contra las mujeres y demandar su erradicación. De decir que un golpe a una es un golpe a todas. De educar a una niña para que sepa que puede ser presidente de México, aunque ojalá aspire a algo mejor. De donarle dinero al grupo Semillas e invertir en mujeres que invierten en mujeres. De pensar que las mujeres son ciudadanas y deben ser tratadas como tales. De construir una verdadera República donde los hombres tienen su derechos y nada más. Donde las mujeres tienen sus derechos y nada menos.
Y uno de ellos es el derecho de decir "no". El derecho a denunciar a acosadores sexuales como el magistrado Gálvez Tánchez. El derecho a saber que serán sancionados. El derecho a preguntar, como lo hace el ministro Juan Silva Meza cuando vota contra su exoneración: "¿Con qué autoridad moral habrá de juzgar el magistrado a quienes cometan el mismo delito?" El derecho a decir que lo aceptable es inaceptable. El derecho de "convertirse en lo que se es", como diría Rosario Castellanos. Una persona que se elige a sí misma. Que derriba las paredes de su celda. Que niega lo convencional. Que estremece los cimientos de lo establecido. Que alza la voz contra el país de espectadores. Que logra la realización de lo auténtico. Mujer y cerebro. Mujer y corazón. Mujer y madre. Mujer y esposa. Mujer y profesionista. Mujer y ciudadana. Mujer y ser humano."
Y eso pasa también con Adriana, cuyo caso se ha dado a conocer en un artículo publicado por CIMAC noticias, en la Revista Proceso el 29 de noviembre pasado y en otros blogs. Esta es la historia de Adriana:
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Soy Adriana Leonel de Cervantes Ascencio, y he sido víctima de violencia laboral (acoso o mobbing) y discriminación en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Institución en la que laboro desde el año 2002. Aún sigo empleada en dicha institución, sin embargo, me encuentro con licencia médica desde el mes de junio del presente año por un accidente ocurrido en las mismas instalaciones de la Suprema Corte. Esta violencia laboral y mi ausentismo en el trabajo por diversas cirugías a partir de mi accidente, destruyeron mi carrera profesional, que hasta el momento había sido intachable.
Todo empezó el nueve de julio de 2008 cuando comencé a laborar en la Sección de Trámite de Controversias Constitucionales y de Acciones de Inconstitucionalidad, bajo las órdenes del Licenciado Marco Antonio Cepeda Anaya. En ese ambiente hostil comencé a sentirme acosada, teniendo que soportar la carencia de apoyo en el ámbito laboral y las faltas de respeto, algunas de las cuales se trataban de insinuaciones sexuales.
Según el Artículo 10 del segundo capítulo de la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia como violencia laboral (LGAMVLV), la violencia laboral es ejercida por personas que tienen un vínculo establecido por el trabajo y “consiste en un acto o una omisión en abuso de poder que daña la autoestima, salud, integridad, libertad y seguridad de la víctima, e impide su desarrollo y atenta contra la igualdad”, señala esta legislación. Asimismo, refiere que puede tratarse de un solo evento perjudicial o en una serie de acontecimientos cuya suma produce el daño. También incluye el acoso y el hostigamiento sexual.
Con estos sucesos, se acrecentó el distanciamiento con mi superior y mis colegas, las presiones y humillaciones de parte de Marco Antonio Cepeda Anaya se hicieron insostenibles provocándome un gran estrés, empecé a padecer crisis severas de migrañas y colitis tensionales, hasta el punto de sufrir un colapso nervioso, y a pesar de ello, el licenciado Cepeda se molestaba, y comentaba que las cosas en el trabajo no funcionaban bien debido a mis ausencias e insinuó que yo lo hacía “a propósito”.
A la fecha, debo tomar diversos antidepresivos, ansiolíticos, pastillas para dormir, medicamentos que no me son cubiertos por mi seguro de gastos médicos mayores, “por tratarse de medicamentos para trastornos psicológicos”.
El 21 de abril de 2009 tuve que ser atendida de urgencia en el servicio médico de la corte, me pusieron suero e inyectaron, me dieron diversos medicamentos y llamaron a un familiar para que fuera por mí ya que no podía mantener el equilibrio. El doctor me recomendó que fuera al neurólogo y al psiquiatra.
Al día siguiente sufrí un desvanecimiento en la oficina y la caída me ocasionó un fuerte golpe, rompiéndome algunas vértebras cervicales, accidente por lo que tuve que ser operada dos veces en el año y a partir de esa fecha los dolores en el brazo izquierdo, cuello y espalda son parte de mi cotidianeidad, además de cirugías realizadas en ambas piernas. La migraña y la depresión hasta hoy forman parte de su cotidianidad.
Este hecho –la caída en las instalaciones de la Suprema Corte- no fue considerado como accidente laboral debido a que el personal médico de la Corte no diagnóstico fractura: sólo me sugirieron untarme una pomada para quitar el dolor y tomarme unas pastillas desinflamatorias. Y fue hasta la tercera consulta en el Servicio Médico, aproximadamente, cuando finalmente optaron por mandarme sacar unas radiografías para descartar una lesión cervical, lo cual, como se explicó líneas arriba, fue por lo que fui intervenida quirúrgicamente. Me pusieron dos vértebras falsas, fijadas con una placa de titanio y cuatro tornillos.
Además de ello, también sufrí una caída por las migrañas y por la falta de equilibrio derivada de la operación de cervicales, por lo que, como se señaló, también he sido intervenida dos veces del pie izquierdo, y una en la rodilla derecha.
Así, he estado de incapacidad desde mediados del mes de junio de 2009. Los primeros cuarenta y cinco días recibí mi salario completo; los siguientes, la mitad del sueldo, y de noviembre a la fecha no percibo remuneración alguna.
El 13 de mayo de 2009 el licenciado Cepeda nos mandó llamar a todos los abogados para que buscáramos un expediente perdido de la controversia constitucional 118/2008. Por comentarios e indirectas, dio a entender que yo había sustraído el expediente, aún cuando tal documento no estaba bajo mi resguardo. Personal del área de Intendencia vino a revisar mi oficina incluyendo el techo, confirmando que el expediente no se encontraba y aún así, el 14 de mayo, el licenciado Cepeda me comunicó que se mandaría a el área de Contraloría un acta circunstanciada de hechos relativa a la supuesta pérdida del expediente, el cual curiosamente estaba bajo la responsabilidad de un compañero de trabajo de quien sufrí hostigamiento sexual.
Dos semanas después intenté solucionar todo este asunto conversando con el licenciado pero el insistió en gritarme que yo había cometido un grave error al desafiar a su equipo, por lo que yo ya no tenía cabida en este lugar, hizo uso de su condición de mi superior jerárquico y específicamente expresó que “ultimadamente él era sobrino del Presidente de la Corte”, haciendo alarde de su posición político-familiar que lo vincula con el Ministro Guillermo Ibero Ortiz Mayagoitia, Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, amenazando con perjudicar mi carrera judicial. Acto seguido, me corrió de su oficina y salí llorando.
Fiel a su promesa de demostrarme que yo no tenía ninguna cabida en su área, como en otras ocasiones, cambió mis labores, dejando de lado el nombramiento de Asesora con el que cuento, ya que eran labores secretariales las que me encomendaba, y el 18 de junio pasado, me comunicó mi trasladó al área de Biblioteca y Archivo, dejando en mi lugar a una abogada sin experiencia.
El 22 de septiembre presenté una denuncia penal en contra del licenciado Cepeda ante la Procuraduría General de la República, específicamente en la Fiscalía Especial para Delitos de Violencia contra Mujeres y Trata de Personas (FEVIMTRA). La denuncia en FEVIMTRA es por abuso de poder, ya que pese a que existe la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia como violencia laboral (LGAMVLV) en el país, la FEVIMTRA señaló que la violencia laboral, no es un delito establecido en el código penal y, por lo tanto, no pueden procesar a mi agresor.
Además el 09 de noviembre presenté mi queja ante la Comisión de Equidad y Género de la Corte, sin embargo, hasta la fecha no me ha llegado la notificación de admisión del recurso y lo que es peor, me tuve que enterar por el periódico El Universal que la habían prejuzgado y desestimado porque yo “tenía fama de utilizar faldas muy cortas, vestimenta escotada y ropa llamativa”, lo cual es mentira, ya que no uso minifaldas, y de que hecho el último año he tenido que utilizar ropa de embarazada por los once kilos de peso que subí debido a las pastillas para controlarme la migraña y los nervios. Y de cualquier forma, aunque me hubiese vestido de aquella forma como mal señalaron en el periódico, el hecho de desestimar mi queja ante la Comisión por los motivos señalados, es un claro ejemplo de discriminación.
Por años fui torturada sicológicamente y mis agresores me presionaban constantemente para que renunciara a mi trabajo pero resistí por mucho tiempo debido a que soy una madre soltera y tenía que velar por el futuro de mi hijo, sin embargo, esta situación trajo consigo severas consecuencias físicas en mi persona, ha destruido mi carrera profesional y por ende ha perjudicado mi situación económica incluyendo el estado emocional de mi hijo de 4 años y familiares.
Todas estas conductas me provocan una enorme indignación e impotencia, la vil actitud del Licenciado Cepeda, el ejercicio abusivo de un poder y el tráfico de influencias que arrastran a una subordinada a sumirse en depresiones o desequilibrios físicos debiera ser conocido y condenado por las autoridades.
A la fecha sigo tomando diversos antidepresivos, ansiolíticos, pastillas para dormir, los cuales ya ni siquiera me son cubiertos por mi seguro de gastos médicos mayores, “por tratarse de medicamentos para trastornos psicológicos”. Soy madre soltera y mis padecimientos psíquicos afectaron también psicológicamente a mi hijo de cuatro años de edad, al igual que a mis padres.
Y aunque mi caso ha sido ignorado por la justicia debido a que mis hostigadores son parientes y amigos de altos funcionarios de la Suprema Corte de Justicia, yo no me doy por vencida y doy a conocer mi verdad para que sirva de ejemplo y guía para quienes se interesen y en especial para aquellas mujeres que han vivido algo similar y aún no se atreven a denunciarlo.
Así pues, durante un año he sido torturada psicológicamente, con severas consecuencias de salud, para orillarme a renunciar a mi trabajo. ¿Dónde está el Estado de derecho en el que supuestamente vivimos los mexicanos? ¿Dónde está la obligatoriedad de respetar los tratados internacionales de derechos humanos, en especial de la mujer, firmados y ratificados por el Estado Mexicano? ¿Mi caso quedará impune sólo porque mis hostigadores son parientes y amigos de altos funcionarios de la Suprema Corte de Justicia?"
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sábado, 2 de enero de 2010
Alto a los jueces que permiten la violencia vs las mujeres!
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Denuncias,
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